lunes, 30 de abril de 2018

AUTOS LOCOS



    El obispo ondea enérgicamente la bandera a cuadros. Los motores de los tronos empiezan a sonar a mayor gloria de su Reina y Patrona Santa María de la Victoria que ya ocupa pódium, trono y palco de autoridad, como siempre ha hecho desde el promontorio de su colina al final del Compás, cinco siglos a medio camino del Monte Calvario que para eso es Corredentora. Empieza esta carrera de autos locos, porque hay que estarlo para emplear tiempo y esfuerzo, vida en resumen, en una competición en la que el concepto ganador es tan difuso que se confunde con el de perdedor.

          Irrumpe un gran bólido dorado con palio aerodinámico quemando suela de bota militar. Se escucha la risa nerviosa de Patán, el can de Dios que porta en su boca una bujía como antorcha. El tubo de escape escupe aleluyas de estela blanca con el lema “bienaventurada la Victoria que se quedó Sola porque no volverá a estarlo nunca”.

          Le sigue los pasos pisando rueda de carrete la Victoria del Puente, debilidad de este comentarista, siempre en la casilla que tiene que estar, siempre donde se la busca y se la encuentra, compitiendo por ser la última y poder así auparse sobre su triunfo la primera (verdaderamente confuso este reglamento competitivo). Simeón el profeta le repone combustible en boxes.

          Con vehículo apto para cualquier medio (tierra, mar y aire) ya adelanta posiciones para la Victoria final la escudería marrón de la Estrella de los Mares, su novedoso utilitario es digno de una Reina de los Cielos.

          Entre tintineos avanza rauda la Victoria de la Mañana en mágica carroza de cristal adquirida por San Joaquín y Santa Ana en el concesionario de la puerta dorada, los rayos del sol atraviesan los parabrisas sin dejar mácula.

          Como si no fuera ya bastante misterio que en todos los autos viaje la Misma, más lo es aún en éste coche en el que Una son tres, Piloto, Copiloto y Pasajero volandero, todos en asientos intercambiables, todos con un mismo espíritu ganador.

          Desde lejos se ven los destellos de luz roja de la sirena alertando de la presencia de bandoleros, la alarma avisa que se acerca la Victoria zamarrillera con sus famosas maniobras de leyenda.

          En cochazo descapotable que deja en mantillas la fidelidad y el glamour de la mismísima Penélope, hace aparición la Victoria Salesiana con escudería rosa y celeste. El motor ruge como un patio de colegio bien engrasado, es imparable.

          A motor de combustión de romero inagotable llega la Victoria verde, líder en todas las apuestas porque la Esperanza es premio siempre, siempre toca. Su humo hace que pierda lo malo y gane lo bueno.

          Y por si aún quedara alguno con más ganas de Victoria aquí tenemos el punto y final, negro sobre plata, como una guinda. No hay quien pueda competir con semejante bólido.



          Ya dan vueltas al circuito y a una decisión cuando menos poco meditada por los riesgos implícitos a toda alta competición, pero no hay peligro, seguro que los participantes proclamarán con todos los medios mecánicos a su alcance que hay solo una Victoria en este gran premio de la diócesis, una Victoria única y maravillosa compartida por estos tronos locos de contentos que este 26 de mayo recorren la ciudad.

jueves, 5 de abril de 2018

DUELO

Haciendo criba de los muchos pensamientos de una mente sobreestimulada por la opresión del capirote, me concentro en este post en los de apenas unos segundos de una larga noche que me servirán de resumen a las vivencias de toda una Semana y además para concatenar mi posición en mi tiempo y en mi mundo, que se prolonga más allá de una procesión.

Llegado el momento el nazareno ha de enfrentarse con alguna realidad, la mía irrumpió en la Plaza del Carbón en forma de veladores de plástico. De golpe y porrazo el cortejo dejó de estar flanqueado por gente que con mayor o menor atención atendía a la procesión para empezar a discurrir entre chiringuitos hosteleros, todos repletos de culos aposentados en taburetes que se prolongaban hacia abajo hasta un par de pies y por arriba hasta unas cabezas de mandíbulas masticantes. Allí estaban entretenidos y risueños, procedentes de lejanas tierras con su equipaje de eses silbantes, separados por un plástico transparente que como un muro los protegía del peligro de contagio de los pintorescos seres irracionales medievales que vela en ristre avanzaban por la calle y por los que apenas mostraban interés. Allí estaban, a mi derecha y a mi izquierda, ocupando aceras con todos los legales beneplácitos, observándome de cuando en cuando a través de las lentes de superioridad de sus grandes copas de vino generadoras de riqueza.

 No penséis que fue envidia lo que sentí, no tenía el más mínimo apetito. Aquellas berenjenas con miel y el suculento bacalao con tomate no me tentaban como a San Jerónimo. Este nazareno ni come ni mea, solo se autoprescribe algún caramelillo contra el mareo y bebe un poco de agua si le entra la sed. Lo duro fue aquel encontronazo sociológico, aquel cruce de miradas entre dos mundos, aquella sensación de ser un mero figurante de sus juegos del hambre, un payaso animador para los hosteleros, un reclamo escrito a tiza sobre una pizarra callejera como menú del día para utilidad de una sociedad, con ayuntamiento y agrupación a la cabeza, que mide su éxito en los días santos por centenas de montaditos de lomo, decenas de cañas de cerveza y unidades de cono de helado.

Allí, en aquella ciudad inhabitada convertida en decorado, hizo este nazareno su estación laica de penitencia ante el mundo, antes de la otra ante su Dios en la catedral. Allí se batieron a duelo las mentalidades como en una escena de película del Oeste, se cruzaron las balas de las miradas de mi humillación y de su incomprensión entre humo de incienso y olor a croquetas hasta que abandoné el lugar sintiéndome victorioso, superando la prueba, enfundando mi cirio humeante mientras me reafirmaba en lo que pienso y en lo que creo, porque nada que pueda pagarse con el dinero del César y acabe en los inodoros de este mundo podrá jamás superar al orgullo que se siente como nazareno, pidiendo paso a la Virgen de los Dolores, la del Puente.