jueves, 17 de mayo de 2018

LA GALA MET


Uno de los muchos puentes que mi línea editorial tiene abiertos al público desde el principio es el que comunica la orilla de la estética cofrade con la del ideario pop de los tiempos que corren. Entre una orilla y otra existe un trasvase continuo de información visual. Es un puente pequeñito porque la religiosidad popular y la cultura pop no se encuentran muy alejadas, como su propio nombre indica. Este blog y la cuenta de Twitter están llenos de ejemplos de su fusión consciente o inconsciente.

              En algún tuit ya anticipé que el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York anunciaba la exposición “Cuerpos Celestiales: moda y la imaginación católica”, un repaso a lo católico como inspiración de la alta costura, aunque la relectura sociológica debe ser más que evidente. Como anticipo se celebra anualmente la Gala Met, una fiesta privada que recauda fondos para el Met´s Costume Institute y para la que se configura un protocolo estético acorde con la exposición. Los que me leéis ya estáis más o menos al tanto de lo que esto dio lugar: los invitados acudieron al evento llenos de cruces, casullas, capas pluviales, mantos de terciopelo bordados, hábitos monacales, diademas, coronas de espinas, velos, rosarios… Tengo entendido que algunos destacados miembros del clero también se prestaron a acudir, a algunos les extraña, a mí no.

              He de informaros que el traficazo mediático por lo que yo llamo puente intercultural y otros crossover, una auténtica sobredosis de parafernalia cultual, provocó en mí casi un coma estético, tanto es así que me dieron ganas de hacer el puente levadizo para levantarlo por sorpresa y que se cayeran todos los invitados al foso, a lo Moisés con los egipcios en el Mar Rojo pero con cocodrilos.

              Ver a aquellos deslumbrantes seres (tradúzcase por vanidosos sacos de carne que se habrá de comer la tierra) ascendiendo por la escalera hacia su asiento de 30.000 dólares, tan benéfico que seguro ni pagaron porque les fue costeado por las casas de moda a las que sirvieron de perchas, me puso de cierta mala leche.

              Podía haberme quedado con lo bueno, con que el éxito de la gala en todo el mundo demuestra que los cofrades, como parte de la Iglesia, custodiamos un tesoro visual fascinante pero me quedé con lo malo, con que nos puso frente al espejo de nuestra realidad más deformada. La gala fue un reflejo de lo cofrade sin alma, una simple mascarada, una fiesta hortera y decadente, un destello fugaz de un par de horas y hasta la próxima (a la que los mismos tal vez acudan vestidos de papel higiénico para reivindicar las virtudes del reciclaje), porque en realidad es esta hoguera de vanidades la que mueve el mundo y los eventos culturales se inventan solo para servirles de excusa, y si son benéficos pues mucho mejor.

              Pensad en eso, en la religión como pretexto, en que mi Virgen en lugar de ver traspasada su alma por siete dolores luzca en su pecho solo un broche como el de Lana del Rey, en que ese disparo de flash convierta la oración del besamanos en postureo de alfombra roja, en que una mención a destiempo del vestidor escriba el piropo “Guapa” en minúscula, en que una cofradía se trasforme en marca registrada cambiando tiempos litúrgicos por fotito en redes con atavío de temporada. De la estampita al selfie hay solo una inoportuna cabeza de más.

              Nuestro lado más oscuro es en realidad resplandeciente, esta lleno de vivos colores que con cantos de sirena nos llama a hacer el ridículo como Sarah Jessica Parker con su baldaquino en la cabeza, es un loro chillón que repite palabras en un lenguaje que no comprende y que lanza pétalos como confeti.

              Porque el hábito no hace al monje, ni el velo a la virgen, ni el halo al santo, ni la corona a la reina, todos los suplantadores quedan castigados sin foto en este post y escribirán 70 veces siete que no tomarán la imagen de Dios en vano.