La Virgen de los Remedios
tiene una cara alargada de torre de parroquia antigua. Los carrillos sonrosados
con el color de su ladrillo. Cejas finas, curvadas con la parábola de un arco
de camarín de medio punto.
Mechones de
pelo color tierra que se pliegan como un terremoto, de Lisboa para ser preciso.
En la barbilla un hoyuelo que alberga un mar que se retira acobardado. Orejas
con lóbulos traspasados por el anciano Simeón, con unos pendientes grandes que
brillan como espadas.
Los ojos
repican a misa mayor. La boca ama con la pureza absoluta de su sonrisa (sin el más
mínimo asomo de dientes que es lo que jode). Nariz semítica, de judía de raza,
pero no aguileña, sino de pico de blanca paloma que devolvería la paz a Oriente
Medio con un simple aleteo.
Está
vestida de Sol, con sumo gusto y elegancia, a la última moda apocalíptica. Porta
en la cabeza una corona con curvas de cántaro de plata, rebosante de agua
bendita de la fuente obediente de su feligresía. A sus pies la media luna,
rematada por dos chispas relucientes de pedernal que prenden los Mártiricos con
las piedras lanzadas en su sacrificio. Su contorno se decora con la rocalla que
conforma una constelación de estrellas de yeso.
Tiene la Virgen un Niño de Sus
entrañas, que descansa en la curva gitana de su cadera vestida de miriñaque,
pero Eso ya merece otro retrato, inmenso, enmarcado por unas maderas que se
cruzan y se atraviesan con clavos oxidados que redimirán al mundo.