sábado, 17 de febrero de 2018

SERVILLETA, DOS PLATOS Y POSTRE.


En cuanto irrumpió en mi timeline el paño de la Verónica de la hermandad del Valle de Sevilla de Guillermo Paneque no pude sustraerme a opinar. De repelentes maneras y con una cena esperando en el plato improvisé mi primera reacción: no era abstracción lo que vieron mis ojos, era en realidad arte figurativo por descubrir, había sangre, había baba seca, si yo no identificaba la cara tampoco lo podía hacer su autor, compartíamos una incógnita por resolver, había que encontrar allí a Dios. Detrás del detallismo a realce de los límites de cada mancha intuía algo de sublimación estética del dolor, lo mismo que hacemos los cofrades de toda la vida bordando con oro la ropa sanguinolenta de un Torturado Condenado a muerte.

            A los pocos segundos ya leí en Twitter otra reacción, una tan primaria como la mía, la del tuitero @MiguelGRizo, posiblemente cruel pero más ingeniosa y divertida, igual de legítima, igual de válida. Para Miguel el paño del Valle era una “Servilleta del Burguer King con manchas de Ketchup y mostaza”. Con esta contradicción acabé con el primer plato, uno de cuchara con el sabor agridulce de quien comprueba lo diferentes que somos, guisado con la libre interpretación de una misma obra de arte que precisamente nació para provoca reacciones, si no ni es arte ni es nada.


            A continuación vino el segundo plato y con él al paladar de la mente un dilema, el de que las imágenes sagradas, incluso las más refinadas aportaciones de la historia del arte que procesionan por nuestras calles, generan exactamente el mismo debate. Ese Cristo imponente que carga con una cruz con foto grande en los manuales de historia del arte, ése que provoca lágrimas a su paso, que se le sigue con pies descalzos, que se lleva a las entrevistas de trabajo o se introduce en los bolsillos de las mortajas… esa obra de arte divina es también calificada por muchos, y por muchos más de los que pensamos, como un muñeco, y no solo en los ambientes anticlericales, también por muchos cristianos iconoclastas que gustan poco de las formas cofrades. Por tanto esa servilleta llena de kétchup tocaba resortes similares a los de una obra de Mena o Montañés desde el momento mismo en que las imágenes religiosas, todas sin excepción, se someten al veredicto del gusto del público de todos los tiempos, verdadero destinatario de la obra. Es cada espectador (el de ayer, hoy o mañana) quien debía encontrar el aura de lo sagrado o la simple madera policromada, quien elevaría un objeto a los altares o le prendería fuego con gasolina. Me costó digerir este segundo plato pero era tan jugoso que no deje de él ni un resquicio en el plato.


            Y para acabar el postre. Vi el paño del Valle expuesto al escarnio público, como veía las bromas sobre muñecos en la picota de la Sexta o en las redes sociales, esas que democráticamente me veo obligado a soportar con cara de póquer, y esto me llevo a algo, o mejor dicho a Alguien. ¿Y si ese paño con manchurrones representaba conceptualmente a Otro en una barandilla de un balcón de la casa de Pilatos, Alguien que generó exactamente las mismas reacciones, la misma contradicción? Até cabos y comprobé que con aquel lienzo medio abstracto del Valle se podía perfectamente cerrar un círculo, uno que empezaría al lado de las Setas de Sevilla y que acabaría en el Calvario, vi que este año aquel paño es y podrá ser el Vero Icono porque pocas cosas hay como el arte para encontrar en la tierra signos de Dios.