Aún con resaca por
el derroche de adrenalina de “Mad Max:
Furia en la carretera” (George Miller, 2015). Película de velocidad
trepidante, llena de violencia primaria, de la buena por falsa, por tanto sin
consecuencias morales, en la que unos casisupervivientes buscan frenéticamente
y a todo motor a través del desierto lo que una vez perdieron: la redención (sí,
así como suena).
Sin querer entrar en más
profundidades, en medio de este millonario monumento popular a la diversión proyectado
en dos dimensiones, lleno de imágenes impactantes que dejan huella, aparece una en concreto que me llamó poderosamente la atención y que quiero traer aquí: la de un deforme
guitarrista motorizado que pone banda sonora a la persecución con su flamante punteo
distorsionado y ultra-amplificado.
¿Por qué
traigo a este blog este tema? Porque hubo un tiempo en que la Iglesia se encargaba de
estos menesteres de masas, de estos espectáculos que sobrecogían al personal.
Hubo un tiempo en el que la peli de Mad Max era la fiesta del Corpus Christi.
Celebración a la que se rindió en cuerpo y alma toda la artillería barroca, llenándola
de ruedas, de excesos, de efectos imposibles y de cinematográfica teatralidad.
Toda la magnificencia imaginable y costeable al servicio del culto público a un poquito de Pan
consagrado. Aún se conservan en algunas ciudades y pueblos vestigios, más
decorativos que otra cosa, del antiguo esplendor, pero ya sin el factor
sorpresa de unas fuentes que un día al año manaban vino y emborrachaban de fe.
Traigo a Mad
Max y a su guitarrista ambulante porque el otro día encontré esto: un órgano
procesional que rodaba por las calles de este valle de lágrimas sobre los autos
de los cortejos del Corpus, concebidos más como autos sacramentales que como procesiones.
Sones de Iglesia recorriendo ciudades vestidas de cielo para la celebración de una
Alianza, un Contrato Unilateral único e inaudito, en el que el mismo que paga
el precio entrega la cosa, el precio es un sacrificio mortal y la cosa nuestra
redención. Un contrato no sujeto a condición ni a plazo y que para colmo se
actualiza a diario, en cada misa, hasta el fin de los tiempos.