A qué negarlo,
mi coletilla había sido siempre la misma: eso de que para mí no hay
fronteras. Posiblemente por
ser hijo de mi tiempo, intoxicado, como tantos, con el sentimiento nacionalista
español en el que me tocó nacer, con la muy personal aportación de mi capacidad
por encontrarme a gusto en cualquier sitio mínimamente civilizado, cuando viajo
nunca me siento de paso.
Sin embargo la obsesión
separatista del nacionalismo catalán, que no quiere cuentas conmigo, y los
comentarios antiespañoles del Trueba que ganó el óscar que celebré como mío, me
han hecho replantearme ciertos temas. ¿No es la cuestión territorial una
cuestión? Pues por eso me la cuestiono:
¿Y si las
fronteras no fueran tan detestables? ¿Y si sirvieran para sumar más que para
restar? ¿Y si las líneas divisorias territoriales fueran las adecuadas para
canalizar los sentimientos del hombre, animal social, además de permitir su
desarrollo y prosperidad?
¿No es algo
natural que superada la primera barrera humana, la del hogar, que por propia
biología concentra los sentimientos más puros, los familiares (aquellos por los
que estaríamos dispuestos a matar o morir) nuestra vida se articule en torno a
las calles del municipio, más o
menos pueblo, más o menos barrio, donde nos conocemos, o podemos hacerlo, donde
hacemos amistades o las perdemos, donde trabajamos o donde lo intentamos sin
éxito...? ¿No es acaso el municipio un irrenunciable asentamiento tribal con
comodidades?
Subiendo un
escalón me pregunto si no tiene cierta lógica que los municipios cercanos
convengan relacionarse en unidades mayores, llámense provincias o comarcas, si no será legítimo que queramos saltar la
muralla de nuestros pueblos, movernos con seguridad por un territorio conocido
que sintamos como nuestro. ¿Acaso no queremos alternar los espetos del
chiriguito con el plato de Los Montes a nivel gastronómico, geográfico y
humano?
Y sigo, ¿no
observáis que a pesar de todas las dificultades que supone dibujar líneas
fronterizas existen identidades culturales supraprovinciales fruto de la
convivencia prolongada? ¿No es bueno por tanto que haya estructuras como las
regiones, o las comunidades autónomas, que pongan un poco de
orden y concierto en los hechos diferenciadores que los definen como pueblo?
¿Realmente no
tiene utilidad el estado, en el
sentido de una organización humana no tanto de puertas adentro como de puertas
afuera, que ostente una posición de justo poder, que discrimine positivamente, que reivindique,
prefiera y defienda a sus habitantes (ya por nacimiento o por voluntad), que
compita y gane medallas sin dopaje, que preseleccione a sus candidatos a los
oscars…?
Y para
concluir, ¿no es cierto que los estados no pueden estar solos, que sigue
habiendo imperios, que la globalización hace necesarias organizaciones internacionales o transfronterizas? ¿No existe en
estas organizaciones un hueco para la utopía aunque no acaben de rematar la
faena? ¿No sirven para corregir excesos y compensar fuerzas, para parar pies y
sumar voluntades? ¿No es cierto que el aislamiento no es bueno a ningún nivel?
¿Y qué hago
yo hablando de esto aquí? ¿No es esto un blog cofrade? Pues sí, es un blog
cofrade, y lo cofrade tan humano como cualquiera otra de las realidades en las
que se organizan los hombres y las mujeres. Propongo que sigáis leyendo este
excesivamente largo post traduciendo mis preguntas retóricas al territorio
Puentiferario, de donde en realidad parten.
¿Hay algún
sentimiento más enraizado en lo cofrade que la devoción familiar, heredada de
los padres o trasmitida a los hijos? ¿No es el municipio el cauce natural de constitución de una hermandad, la que
condiciona el grupo humano que la conforma? ¿No requieren las hermandades de
unos vecinos que salgan de sus casas para verlas o dejarse ver?
¿No
compartimos idiosincrasia con la provincia?
¿No movemos los tronos como
se dice los movían antes en Vélez, no compartimos estética y arte antequerano,
no es cierto que los inventos cofrades de la capital se
popularizan en la provincia?
Con todas
sus peculiaridades ¿no es más que notorio que la Semana Santa y la
religiosidad popular de Andalucía tienen
entidad propia, que configuran su cultura, que, para bien o para mal, la
vertebran?
¿No es también
cierto que la Semana
Santa no es en realidad una fiesta andaluza, que pervive con
formas peculiares por toda España? ¿No se sostiene artísticamente sobre las
mismas esculturas en madera policromada de escuelas imagineras
intercomunicadas? ¿No son todas las semanas santas fruto de un mismo
pasado histórico y religioso, no hemos gastado el mismo oro de América, sufrido
la misma invasión napoleónica, apagado la misma furia iconoclasta?
¿Acaso la Semana Santa española
podría comprenderse si no estuviera inmersa en la civilización europea cristiana, si no hubiera estado
poblada durante el medievo por los mismos cortejos de disciplinantes temerosos
de Dios, si no se hubiera forjado en una misma Contrarreforma reaccionaria frente a una misma
Reforma? ¿No está toda marcada a fuego por el mismo aparato barroco que
divirtió a Occidente?
Por todo lo
retóricamente cuestionado, no reivindico las fronteras, porque esto me
obligaría a imponerlas, pero no las niego, ni las recrimino, ni las odio. No
son las fronteras las responsables de nuestros problemas, lo es nuestra falta
de sentido común para servirnos de ellas, para vivirlas, disfrutarlas,
atravesarlas y emplearlas con sensatez. Hace poco leía la incapacidad natural
de tener demasiados amigos o la de sentir verdadero dolor por los grandes
problemas de la Humanidad ,
un defecto de fábrica que antepone la pena por un niño muerto en
la playa frente a la de miles en el fondo del mar. Tal vez el organigrama
territorial sea la forma natural de suplir ese defecto de fabricación, la
mejor manera de priorizar, de ramificar los afectos en sociedad, un esquema
idóneo para convivir pacíficamente, para canalizar la solidaridad, la empatía y
la ayuda mutua, un árbol con raíces y ramas con el que cosechar nuestros
mejores frutos, esos que tanto se nos resisten.