En cuanto irrumpió en mi
timeline el paño de la Verónica de la hermandad del Valle de Sevilla de
Guillermo Paneque no pude sustraerme a opinar. De repelentes maneras y con una
cena esperando en el plato improvisé mi primera reacción: no era abstracción lo
que vieron mis ojos, era en realidad arte figurativo por descubrir, había
sangre, había baba seca, si yo no identificaba la cara tampoco lo podía hacer
su autor, compartíamos una incógnita por resolver, había que encontrar allí a
Dios. Detrás del detallismo a realce de los límites de cada mancha intuía algo
de sublimación estética del dolor, lo mismo que hacemos los cofrades de toda la
vida bordando con oro la ropa sanguinolenta de un Torturado Condenado a muerte.
A los pocos
segundos ya leí en Twitter otra reacción, una tan primaria como la mía, la del
tuitero @MiguelGRizo, posiblemente cruel pero más ingeniosa y divertida, igual
de legítima, igual de válida. Para Miguel el paño del Valle era una “Servilleta del Burguer King con manchas de
Ketchup y mostaza”. Con esta contradicción acabé con el primer plato, uno
de cuchara con el sabor agridulce de quien comprueba lo diferentes que somos, guisado
con la libre interpretación de una misma obra de arte que precisamente nació
para provoca reacciones, si no ni es arte ni es nada.
A
continuación vino el segundo plato y con él al paladar de la mente un dilema,
el de que las imágenes sagradas, incluso las más refinadas aportaciones de la
historia del arte que procesionan por nuestras calles, generan exactamente el
mismo debate. Ese Cristo imponente que carga con una cruz con foto grande en
los manuales de historia del arte, ése que provoca lágrimas a su paso, que se
le sigue con pies descalzos, que se lleva a las entrevistas de trabajo o se
introduce en los bolsillos de las mortajas… esa obra de arte divina es también
calificada por muchos, y por muchos más de los que pensamos, como un muñeco, y
no solo en los ambientes anticlericales, también por muchos cristianos
iconoclastas que gustan poco de las formas cofrades. Por tanto esa servilleta
llena de kétchup tocaba resortes similares a los de una obra de Mena o Montañés
desde el momento mismo en que las imágenes religiosas, todas sin excepción, se
someten al veredicto del gusto del público de todos los tiempos, verdadero destinatario
de la obra. Es cada espectador (el de ayer, hoy o mañana) quien debía encontrar
el aura de lo sagrado o la simple madera policromada, quien elevaría un objeto a
los altares o le prendería fuego con gasolina. Me costó digerir este segundo
plato pero era tan jugoso que no deje de él ni un resquicio en el plato.