Mi arco iris negro atravesó un
prisma cristalino de agua pura, una gota condensada sobre una flor del Jardín
de los Monos, y proyectó un chorro de luz blanca tan cegadora que no pude
repelerla con las gafas de mercurio de mi apatía.
Mi mente negra viajó en la
catedral del tiempo y con ella la Señora de mis amores, que dejó de ser la
Viuda al pie de la cruz para teletransportarse en radiante Niña casadera.
Hoy que la paloma del Espíritu
Santo aún picotea granos de arroz por las aceras, que las alcantarillas de la
ciudad purifican su hedor con agua de rosas, que el eco de los cohetes se fija
en resonancias magnéticas custodiadas en el archivo de milagros de una Enfermera
de la Cruz Verde, hoy que la música aún acompasa el ritmo de los corazones con
agujetas por tanto latir y que la pesada losa de los piropos y los besos
sepulta para siempre los muertos aspavientos, hoy, con resaca de bebida blanca,
quiero postgonar que mi Señora del Puente sonrió como nunca, animada por el
resplandor de los flashes de los móviles de una morillera, y que como señal
victoriosa lloró de alegría gotas de rocío con las luces del alba.
Puentiferario, que no se había visto jamás en otra semejante, está feliz y estará por siempre eternamente agradecido, por eso lo proclama públicamente para que conste.
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