Apenas asomaba la cabeza inmóvil fuera de la sábana. Un miedo atávico le impedía cerrar los ojos, tenía que mirar, compulsivamente, a algo o a alguien, a un peligro terrible que lo amenazaba en su dormitorio, que se filtraba a través de unos visillos que se ondulaban por el viento acompasado de una respiración. Algo había junto a la ventana, algo monstruoso y sin rostro compartía con él su habitación, lo esperaba portando un instrumento afilado que desprendía una luz metálica.
Se le heló la sangre cuando la puerta del ropero comenzó a abrirse sola en un crujido infinito de madera y bisagra que parecía roerlo por dentro. Pero el pavor se contuvo, desapareció todo el espanto al ver como una sombra negra salía del armario entre nubes de intenso olor a naftalina, como esa masa de forma inconcreta reptaba por el suelo en dirección a su lecho, como esa especie de saco misterio trepaba por su cama y se abalanzaba sobre él. Este suceso en lugar de asustarlo lo hizo feliz, le dio paz. Con mirada desafiante busco al ente sin rostro que seguía esperando en la ventana. Estaba preparado.
Con las claras del día la primera visita lo descubrió. En su cama, tras años de postración absoluta, incapacitado para mover otra cosa que no fueran sus ojos a raíz de un accidente que tronchará su espinazo, el inválido yacía muerto. Pero eso no era todo: su camisón se encontraba perfectamente doblado en una silla y, al apartar la sábana que lo cubría por completo, se le descubrió sonriente y milagrosamente ya amortajado, vestido por unas fuerzas que escapan a la razón humana, abrigado para la eternidad con el sudario negro de la que fuera su túnica de nazareno, todo bajo la mirada cómplice de una Virgen blanca enmarcada sobre el cabecero de su cama.
Imagen: Funeral Symphony (VII) de Mikalojus Ciurlionis, 1903