Era domingo.
Con grandes dolores se incorporó lentamente de la cama, a tientas buscó y
encontró las gafas y la dentadura postiza. Acercó con la garrota las zapatillas
y tras calzarlas se puso en marcha. A rastras llegó a la cocina. Abrió la
puerta del armario para prepararse las gachas prescritas facultativamente para
desayunar. Aunque… hoy no. Hoy no habría gachas. Sin pensárselo se preparó un
aromático café y pan con aceite.
A continuación un nuevo cambio en la rutina. No
se dirigió al sillón orejero frente al televisor que siempre emitía la misma
cadena. En bata salió a la calle a comprar un periódico. Quería saber que
pasaba en el mundo pues hoy se sentía parte de él. Observó en el trayecto que
su garrota se había quedado en casa y que no la echaba de menos.
Con avidez leyó las noticias de aquél día de
primavera. La experiencia le supo a poco. Quería salir a la calle. Oler la vida
que renacía. Pero no podía salir así, debía asearse y afeitarse. ¡Qué curioso!
Observó en el espejo que en su barba y en sus sienes el pelo blanco se estaba
tornando negro.
La ropa de su armario no le satisfacía aquel día.
Subió de dos en dos las escaleras dirección al altillo. Allí encontró lo que
necesitaba. Un pantalón vaquero y una camisa blanca cuyas mangas dobló hasta
los codos. Y salió a la calle.
Al poco se encontró de frente con dos morenas de
pelo largo que bromeaban. Una de ellas dejo escapar bajito un ¡guapo! que le
hizo levantar el ánimo. Volvió la cabeza y empleó unos segundos en ver alejarse
el estupendo par de jóvenes siluetas que se contoneaban acompasadamente.
Aunque era pronto le apetecía tomar una cerveza.
Le apetecía como si tuviera sed de años. A la segunda empezó a entablar
conversación con los compañeros de barra, con los de mesa, con los camareros.
Afinidad espontánea con desconocidos que ya eran amigos. ¡Qué bien se sentía!.
Quedaron para otra vez aunque no sabría cuando sería.
Y de nuevo a la calle. Se dejo llevar. Quería
correr, saltar. Atravesó el parque como loco, manchándose los zapatos y los
bajos de los pantalones, sin mirar si había caca de perro, sin importarle que
los papeles estuvieran fuera de las papeleras o los árboles mal podados. No
tenía ninguna preocupación. Sólo la de jugar compulsivamente. Se columpió hasta
el agotamiento.
Cansado se aproximo a una muchedumbre. Sin mucha
educación la atravesó. Se puso en primera fila. De repente sintió una mano
fuerte que agarraba la suya. Miró hacia arriba y vio la figura enorme de su
padre que le sonreía. En la otra mano su madre le puso una manzana de caramelo
y mientras la mordisqueaba vio pasar por delante a Dios montado en un burro.
Publicado el 9 de abril de 2011, Domingo de Ramos, en Pasión
en Sevilla.
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