sábado, 15 de marzo de 2014

EL FIN DE LOS MEDIOS, LOS MEDIOS DEL FIN


La Primavera juega al corro de la mano de las demás estaciones. Jesús nace y muere, redime y renace, cada año con obsesiva puntualidad. Su pasión y muerte gira a la velocidad de un itinerario por año, sin más avituallamiento que una esponja mojada en vinagre. Las puertas giratorias del templo se abren, el cortejo lo encabezan los niños, recién paridos a la luz (aún con la sombra cenicienta de la cruz guía en sus frentes, pues polvo son y en polvo se convertirán) y lo concluyen sus abuelos que, ya sin fuerzas para cumplir con rigor la penitencia estatutaria, van tras los tronos sosteniendo como pueden la luz de sus últimas promesas.

Es la vida la que sale a la calle en procesión, en homenaje a Aquel que completó con éxito el círculo de su misión, es la vida incluso de los que ya no viven y de los que en el futuro vivirán. El cortejo es una rueda dentada con almas de luz que encaja en otras ruedas invisibles, misteriosas, que mueven maquinarias ignoradas y engranajes de consecuencias remotas. La procesión, como vida en la calle que es, nace para crecer, producir frutos y morir, volviendo así al punto de partida. Por ello tiene como fin último regresar al origen, para poder empezar nuevamente.

Una procesión que no se acaba es una procesión truncada, una cruz aparcada junto a una ermita de carretera. Un cortejo que no vuelve al punto de partida es el camino de unos hermanos que se pierden en medio del bosque.

Que el fin justifique los medios, que los medios no sean nunca el fin.

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