La escalada por la
cara Sur era inviable en aquella estación. Todos los montañeros que la había
intentado habían fracasado. El resplandor cegador y el calor suponían un
escollo de imposible superación. Por tanto, el reto había de ser afrontado por
la cara Norte, mucho más sombría, pero superable.
Todo el perímetro de la montaña era recorrido
por un río caudaloso, una hermosa torrentera difícil de sortear, llena de rocas
y troncos. No obstante, con paciencia, el alpinista pudo encontrar un tramo del
cauce en el que los obstáculos permitían vadear el río sin ser arrastrado por
la corriente. Tras el río y su valle circundante sólo cabía ascender.
La ladera Norte aparecía partida por un
camino, por un eje de simetría que partía la montaña en dos y que conducía en
línea recta hasta la misma cima. Raudo, el alpinista emprendió este camino por
ser el más corto. Fue un gran error, las piedras que resplandecían bajo el sol
le impedían caminar. Era ésta la vía más escarpada, mejor dibujada, la de
piedras más afiladas, con más salientes. Por ella era imposible transitar, sin
perjuicio de la belleza que debía tener su contemplación a vista de pájaro.
Desechado el camino mas rápido hacía la
cúspide, el alpinista hubo de tomar una ruta más lenta que resultó no menos
bella. Prados verdes, aunque según recibieran la luz del Sol parecían rojizos o
azulados y también negros durante la noche, se abrían al transitar del
montañero. Estas suaves extensiones se encontraban periódicamente tachonadas de
obstáculos de vegetación, tupidos bosques que irrumpían sobre los prados,
ordenadamente dispuestos, como si una fuerza superior hubiera decidido que
tenían que estar allí y no en otro sitio. Reflejando la dorada luz aparecían
árboles maravillosos, arbustos frondosos, ramas ensortijadas que caracoleaban
como serpientes, frutos y flores de la gama más diversa que el alpinista jamás
pudiera imaginar. Sin embargo estas flores no desprendían olor alguno. El
intenso perfume que se percibía en el ambiente debía proceder de algún otro
sitio, de una fuente desconocida. Igual de misteriosos resultaban los
movimientos de tierra que periódicamente inquietaban el ánimo al alpinista. La
tierra estaba viva, lo demostraba cada poco.
Con cuerdas y clavos el montañero fue
ascendiendo. Ya se veía el Sol resplandeciendo en lo alto, más no era posible
seguir por la ladera Norte. El montañero hubo de rebasar un peligroso
desfiladero en la parte Este de la montaña y situarse finalmente en la cara
Sur, aquella que fue desechada primeramente. Efectivamente, la parte meridional
era absolutamente luminosa, cegadora para ojos humanos, pero no había otra
forma de continuar. Abajo, en el fondo de precipicio, el río reflejaba la luz
de la luna creciente.
Llegado a este punto, el montañero perdió toda
visibilidad de la cúspide. La tapaban unas densas nubes, como de algodón, que
la flanqueaban. A través de ellas apenas podía verse algo. Apartó la blanca
niebla con las manos, como si fuera sólida. El alpinista ya estaba en la
cumbre.
Todos los pesares quedaron atrás, el
cansancio, el esfuerzo, el sacrificio merecieron la pena. Tras aquella pared de
nubes blancas irrumpía la cima. Un cenit de hermosura. Una alcanzable
perfección. La escalada había sido un éxito. El montañero había llegado a lo
más alto, a buen puerto, al mejor destino y pudo cumplir por fin su deseo,
depositar un beso en su mejilla.
Publicado el 27 de
Diciembre de 2010 en Pasión en Sevilla.
Cuando se tiene claro lo que uno quiere ya pueden llegar tres montañas como esta que tu describes, al final se consigue el objetivo.
ResponderEliminarGran reflexión, un saludo.