Han querido los siglos que el
camarín siga aquí, aquel camarín que fue faro blanco en la noche negra de una tripulación
de fragata de leyenda a punto de hundirse en un mar de película de
catástrofes. Una misa de privilegio en Sábado Santo quedó como vestigio del extraordinario
suceso, dando así constancia de que no hay tormenta perfecta que no rinda tributo
a la única obra perfecta de la creación: una dominica Flor de Lis.
Han querido
los siglos que aquel camarín salvador pueda contemplarse ahora en medio de las tempestades
de todo confín. Un simple golpe de remo con el ratón enciende su luz prodigiosa.
Basta escribir un nombre, Soledad, con el teclado para enmendar con ello los
errores de cualquier hoja de ruta, para que brújulas y astrolabios invisibles pongan
en marcha un navegador automático rumbo a puerto seguro a través del mar plano
de una pantalla iluminada.
Ahí está ese
camarín, visible por tierra, mar y aire, ahí aparece esa señal octogonal de
salida de emergencia de las tormentas de este mundo, dibujando una cruz reflectante
con líneas blancas y negras brillantes como bengalas. Ahí está ese camarín de la
salvación con una corona canónica de estrellas de los mares por veleta.
Apéndice. Quisieron también los siglos
que pasados los años otra fragata naufragara en la misma costa. Su alemana
tripulación no corrió la misma suerte, el camarín permaneció oculto tras
cortinas de ladrillo. La
Gneisenau se acabó estrellando contra la escollera por culpa
de otro negro temporal. Fue en aquel momento en el que el camarín se arremangó
y se hizo ambulante, su luz salvavidas se echó a la mar, y salvó a muchos. Un
puente de hierro quedó esta vez de vestigio del no menos extraordinario suceso,
un puente que no es más que otra misa de privilegio consagrada a la valentía y
a la hospitalidad.
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