Detrás
de la Virgen
del Carmen todas las piezas encajan en la mañana del domingo, avanzan hacia su
destino a pie descalzo, a chancla o a zapato de calle, a garrota, muleta o andador, a
carrito de inválido, de bebé o de trillizos. Todos caminan, o ruedan, esperando
hospedarse en la tienda de Su manto con un escapulario de “todo incluido” en
zona siempre visible.
La masa se
estira o se aprieta según la calle, trasunto de la vida, un embudo que a veces se
estrecha, sobre todo al final, pero al ir juntos y a Su estela todo es más
llevadero, allí no se percibe otro sentimiento que el de felicidad, bien por las
gracias recibidas o por la esperanza de obtenerlas. Todo es sencillo, sin
trampa ni cartón. Ojos vendados, pasos seguros, manos que guían, oídos que escuchan a la devota entrada en carnes relatos de alitas de pollo que vuelan camino de una
merecida barbacoa, mentes que cuentan
los caídos que van cayendo, porque la muerte es una redundancia del nacimiento.
Por las
aceras van y vienen los turistas extranjeros, miran legañosamente sorprendidos
la sombra que despliega la
Virgen tan de mañana. Por cierto, protestantes o protestones,
si algún día volvéis al redil empezad por el Carmen, hacedme caso, la más
penitente de las glorias, la más gloriosa de las penitencias, un teléfono
veraniego con cobertura al más allá, un grito simultáneo de cielo y tierra a la
vista desde la cofa del palo mayor.
Porque algo
tendrá la Virgen
del Carmen cuando bendice las aguas, Ella que en realidad es de monte de toda
la vida, de alta tierra adentro, pero que alterna en sus vacaciones de julio la
playa y la montaña. Tal vez porque Su mar no es un destino sino un medio, un
líquido amniótico salado de otra vida por llegar, que emborracha a tantos refugiados
que lo navegan, empapados de un suero de la verdad que transforma los océanos “non
plus ultra” de los yates de recreo de los futbolistas en charcos de agua de
borrajas.