domingo, 17 de julio de 2016

MASA


            Detrás de la Virgen del Carmen todas las piezas encajan en la mañana del domingo, avanzan hacia su destino a pie descalzo, a chancla o a zapato de calle, a garrota, muleta o andador, a carrito de inválido, de bebé o de trillizos. Todos caminan, o ruedan, esperando hospedarse en la tienda de Su manto con un escapulario de “todo incluido” en zona siempre visible.

            La masa se estira o se aprieta según la calle, trasunto de la vida, un embudo que a veces se estrecha, sobre todo al final, pero al ir juntos y a Su estela todo es más llevadero, allí no se percibe otro sentimiento que el de felicidad, bien por las gracias recibidas o por la esperanza de obtenerlas. Todo es sencillo, sin trampa ni cartón. Ojos vendados, pasos seguros, manos que guían, oídos que escuchan a la devota entrada en carnes relatos de alitas de pollo que vuelan camino de una merecida barbacoa,  mentes que cuentan los caídos que van cayendo, porque la muerte es una redundancia del nacimiento.

            Por las aceras van y vienen los turistas extranjeros, miran legañosamente sorprendidos la sombra que despliega la Virgen tan de mañana. Por cierto, protestantes o protestones, si algún día volvéis al redil empezad por el Carmen, hacedme caso, la más penitente de las glorias, la más gloriosa de las penitencias, un teléfono veraniego con cobertura al más allá, un grito simultáneo de cielo y tierra a la vista desde la cofa del palo mayor. 

            Porque algo tendrá la Virgen del Carmen cuando bendice las aguas, Ella que en realidad es de monte de toda la vida, de alta tierra adentro, pero que alterna en sus vacaciones de julio la playa y la montaña. Tal vez porque Su mar no es un destino sino un medio, un líquido amniótico salado de otra vida por llegar, que emborracha a tantos refugiados que lo navegan, empapados de un suero de la verdad que transforma los océanos “non plus ultra” de los yates de recreo de los futbolistas en charcos de agua de borrajas.

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