Mediodía de tres días
consecutivos. Fachada de ermita blanca en la plaza del pueblo, fin de trayecto
de caminata para legitimar después las cervezas y más cosas que engordan.
DÍA
UNO.
Puerta
entreabierta, un Sagrado Corazón de escayola asoma desde el interior del templo
a un metro escaso, en el suelo, sobre unas andas sin patas, mirando a la calle,
mirándome a mí, con sus brazos abiertos como de portero de discoteca vacía con ganas
de abrazar. Sorpresa absoluta. Ajustada la retina a la oscuridad de la nave
observo una velilla encendida y después a su izquierda un sagrario antes
oculto. ¿Será posible que este Bicho más Feo que un demonio de tamaño académico
pintado a pistola, con el corazón por fuera, sirva de algo, que me abra una
puerta, que me muestre otra por abrir?
DÍA
DOS.
Ermita
abierta de par en par, cuatro septuagenarios de ambos sexos barren y friegan la
iglesia. Mi Sagrado Corazón de escayola de colores chillones acaba de ser
subido a su hornacina, a su izquierda, de pie sobre un banco, un abuelete hace burla imitando la pose de portero con brazos abiertos de aquel Corazón a
Jesús pegado, justo como si el mal ladrón tuviera ganas de guasa, libertad de
movimientos en el Calvario y bastante barriga. En frente, una beata vieja entre
risas inmortaliza la escena con su móvil. Tal vez cualquier generación pasada
no fue mejor. Tal vez sea la luna llena del teléfono la que nos transforme a
todos en lobos hambrientos de protagonismo para el hombre.
DÍA
TRES.
Ermita
cerrada a deslumbrante cal y canto. A falta de rayos X para ver cómo está a mi
Santo de escayola me concentro en la esfera del reloj de la miniespadaña. Ante ella
suelto lastre de alguna oración pesada. Me fijo en un dato inquietante: además
de las inevitables horas y agujas que las marcan aparece el nombre del pueblo y
un mes, que es lo mismo que nada, el nombre del pueblo por ser obvio, no es una
iglesia ambulante, y el dato del mes por no venir acompañado del día y el año.
Un mes sin fecha… como un aviso de lo que inevitablemente está por llegar,
casillas en blanco de una lápida por completar.
FUNCIÓN
PRINCIPAL
Siempre
se me olvida la función principal, otro domingo veraniego de preceptos
incumplidos. En mi fin de trayecto deportivo se celebra misa mayor. Del Sagrado
Corazón ya ni me acuerdo, por feo. Juro que lo primero que escucho desde el
silencio de la calle es la invitación del cura a rezar la Superoración, y yo,
sudando como un pollo, rezo el Padrenuestro ¡vaya si lo rezo! acepto su puntual
absolución de escayola, su eterna invitación con consumición allá donde dos o más
se reúnan en Su nombre.
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